Exactamente a un mes de las elecciones al Parlamento Vasco, la encuesta de la radiotelevisión pública vasca vaticina un “empate técnico” entre el PNV y EH Bildu. Empiezo el comentario por lo anecdótico, es decir, la expresión “empate técnico”, que nos hemos inventado los plumillas hace cuatro días como quien dice, pero que ha hecho fortuna y la utilizamos como si aportáramos algo que no quedase dicho con el simple sustantivo empate.

Más allá de esa menudencia, que apenas es el desahogo del tiquismiquis que firma estas líneas, parece evidente que el pronóstico cuadra, no solo con los sondeos que hemos conocido en los últimos meses, sino con la composición de lugar personal que nos podamos hacer mezclando la información de la que disponemos con la pura intuición. Si empezamos por lo primero, las citas electorales más recientes, aunque no sean exactamente equiparables a la del 21 de abril, ya han certificado la pujanza de la coalición soberanista y una cierta erosión del respaldo jeltzale. La explicación del fenómeno tampoco parece complicada. Se han juntado el hambre y las ganas de comer. Incluso con unos indicadores objetivos que duplican los registros que se daban en el momento de los comicios en los que el PNV recuperó Ajuria Enea de la mano de Iñigo Urkullu, se ha conseguido instalar la idea de un gobierno desgastado por el paso de los años. No deja de ser un comportamiento típico en las sociedades más desarrolladas: cuando no hay problemas reales, los grupos que aspiran a tomar el poder los crean. Nada lo define mejor que el título de un interesantísimo libro del sociólogo Pascal Bruckner: Miseria de la prosperidad. Si a esa paradoja le unimos el asombroso blanqueamiento de una fuerza que sigue teniendo como héroes a asesinos y el suicidio ritual de la que fue rutilante izquierda confederal, todo encaja… con la salvedad de que hasta que se cuenten los votos queda mucha tela que cortar.